jueves, 31 de mayo de 2012


Duelo

Qué decir. Cómo se puede empalizar esta muerte transitoria que no es ni más ni menos que el nombre que le impongo a mi derrota. Cómo aislarla, de qué modo se le fabrica una cáscara espesa e impermeable que la separe por completo y para siempre del mundo de lo posible, así me pongo a salvo de su voracidad sin límites y de sus garras afiladas, hechas para lastimarme una y otra vez. No supe cómo hacerlo en su momento, ni sé cómo lo hago ahora y eso que siempre creí tener las palabras a mi disposición, como súbditos, alineadas y listas a obedecer hasta mis caprichos más absurdos y hoy no es así. Me doy cuenta que hoy tengo vacío el aire y hasta el último rincón de mis sentidos. No quedan ni los ecos. Sólo persisten algunos restos coagulados de voces que me han abandonado hace tiempo. Excavo con la obstinación del que necesita encontrar lo que sabe perdido y presiente que espera sepultado bajo capas y capas de silencio. Repito hasta el infinito la búsqueda con un rumbo equivocado y  me cuesta sangre en las manos. Aparece el dolor que resucita en parte mi capacidad de sentir, lo que agradezco y de paso me despierta, me sacude. Una vez de pie, intento reagrupar mis fuerzas que creo, intuyo más bien que están lejos de estar vencidas, pero es un hecho que se han dispersado sin que ello signifique huída. Si la diáspora es definitiva o no, habrá tiempo de saberlo. Por ahora basta con la esperanza de poder reconstruirme y regresar, sino nuevo, al menos diferente y con las cicatrices a la vista, más como recuerdo del precio del aprendizaje que como trofeos de guerra que pueda lucir con cierto orgullo. Pretendo regresar al menos diferente y si cabe, mejor que antes del derrumbe porque la única opción que vale después de una caída es avanzar, ya que de otro modo, la segunda oportunidad no tendría sentido. No se debe enturbiar un reencuentro y más si quien espera del otro lado de la historia es uno mismo.
Duele el cuerpo en lo profundo y desgarra porque la inmovilidad no se resigna jamás a perder terreno en manos del movimiento. Sería asumir la rendición y permitir que las cosas dormidas despierten y vuelva a ser lo que estaba congelado en el tiempo y se alejara definitivamente de esa oscuridad seductora que invita a abandonarse en ella, cayendo en la trampa ancestral del sueño incapaz de atenuar la fatiga, pese a que perdura por siempre, sin retorno posible, nada más diferente a la paz ese sueño permanente. Esta es la razón por la que no conviene darle lugar a la muerte hasta que no sea inexorable. En ese punto, además, la decisión ya no depende de nosotros. Es crucial tomar la decisión de aferrarse al movimiento en el preciso instante en que la conciencia vuelve y nos hace saber que el camino de regreso está disponible aunque no totalmente abierto. Más aún, seguro que se va a ir estrechando hasta quedar reducido a un punto que al final desaparece y con él se esfuman las salidas. Antes de que esto ocurra, hemos de procurar el paso al otro lado, donde viven las cosas que aún no se conocen, abrigadas dentro del futuro y a resguardo del miedo. Allí, del otro lado, podremos deshacernos de la muerte transitoria que nos ha tomado como rehenes por un tiempo y si hubo aprendizaje, estaremos a salvo, a menos que a los demonios se les dé por cambiar las trampas.
Cada herida tiene un ciclo propio que no depende, como se piensa, del dolor que produce o de la profundidad que alcanza. Hay raspones capaces de matar y puñaladas que no son suficientes para arrebatarnos la sangre y el aliento, pero sirven como advertencia. Del dolor inicial, apenas se atenúa, nace un tiempo de calma inestable y tenso que se desliza al filo de la ruptura por los bordes del alma. Los sentidos hacen lo posible por protegernos y repliegan una a una las sensaciones para no darle lugar de anclaje a los recuerdos porque pueden renovar la tristeza con una potencia igual o mayor que la herida original que de algún modo sigue abierta. De esa calma, interrumpida a veces por la inveterada rebeldía de la memoria que de tanto en tanto desobedece a la razón y convoca imágenes, sonidos o fragancias que tienen el poder de hacernos daño por imponer presencias que creímos olvidadas. La calma se detiene, pero no se paraliza, retrasa la marcha lo suficiente como para no volver atrás tan de golpe. En ese momento, no es posible repensar los próximos pasos, de modo que en ese estado de la calma, no hay otra alternativa que reparar el dolor caminando a merced de la memoria y sabiendo de antemano que las reglas de juego permiten sorpresas, caídas y alguna que otra herida nueva cada vez que un recuerdo impensado irrumpe con violencia en el pequeño universo del viajero y se hace sólido, metálico, filoso y despiadado.
Volver de la derrota sin reparar los daños es peligroso porque igual que en los barcos, una quilla sana es el primer requisito para mantenerse a flote y mantenerse a flote es imprescindible para andar por los mares. Tarda que se reparen las fisuras, los huecos y a veces es preciso cambiar partes corroídas por el agua salada, que se alía con el tiempo para hacer daño. Tarda pintar con un color diferente esa nave que se ha renovado en sus entrañas para poder darle batalla a las tormentas, sin perder de vista que algunos rincones permanecerán inmutables, otros persistirán inaccesibles y es probable que unos pocos sigan filtrando agua suficiente para ser tenida en cuenta, pero no tanta como para lograr que el barco se hunda. Volver de la derrota, en definitiva, es saber que se cuenta con fuerzas que no estaban o estaban y no vimos o vimos y no usamos. Se debe saber que habrá sitios que no alcanzaremos nunca a reparar y seguirán dando problemas y que no se puede volver totalmente nuevo a la pelea si hubo heridas. A lo sumo, se aspira a restaurar y por ello la estructura no rejuvenece aunque si el trabajo de regreso se hace del mejor modo posible, habrá mucho más espacio en el aire para que se deslicen los sueños y muevan la rueda del futuro. Es imposible saber cuándo termina el duelo, pero hay indicios. Uno de ellos es la posibilidad de estar de pie sin temer la caída, la decisión de quitarle la red a nuestro trapecio y volver a confiar nuestro cuerpo a un nuevo par de brazos que nos van a sostener cuando sea preciso y el vuelo impensado que se intenta, a pesar de la gravedad y de las leyes que se supone que la rigen para el resto de los mortales, no para nosotros. Volver del duelo es mirar adelante con la fe del que sabe que en algún lugar del horizonte lo espera el día.
http://baleromedico.wordpress.com/2011/12/06/duelo/